Matando a un dictador, el ajusticiamiento de Trujillo
En la noche del 30
de mayo de 1961, cuando el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo
se dirigía, sin más escolta que el chofer, a su hacienda La Fundación,
en San Cristóbal, (como solía hacer con frecuencia) fue emboscado en las
afueras de la capital por un grupo de hombres armados que viajaban en
tres automóviles y quienes lo ultimaron luego de un intenso tiroteo.
A
lo largo 31 años (1930-1961), Trujillo había sido el amo de la
República Dominicana, en la cual asumió el poder absoluto poco después
de resultar electo en unos comicios fraudulentos. En esa gestión llegó a
absorber no sólo el poder político —de una nación donde dejaron de
existir los partidos de oposición— sino también gran parte del poder
económico; y el culto a la personalidad alcanzó límites no vistos hasta
entonces en América: montañas, ríos, puentes fueron rebautizados con el
nombre del dictador e incluso la ciudad de Santo Domingo, la más antigua
fundación europea del continente, se convirtió por decreto en “Ciudad
Trujillo”.
Pese a que el despotismo de Trujillo se caracterizó
desde el principio por sus métodos inescrupulosos y crueles —incluido el
asesinato de varios miles de inmigrantes haitianos en 1937—; su lealtad
a Estados Unidos y la paz y relativa prosperidad que disfrutó el país
durante su mandato fueron algunos de los factores de su larga inmunidad,
sumados al control y la represión policiales que asemejan la llamada
“era de Trujillo” a un Estado totalitario.
Rafael Trujillo (derecha) junto a Anastasio Somoza, en 1952. (W/ikimedia Commons)
Sin
embargo, a principios de la década del 60, los desmanes del dictador,
tanto internamente como en el ámbito internacional, empezaron a tornarse
un incordio para sus amigos y protectores en Washington. Cuando se supo
que había sido el autor intelectual del atentado al presidente de
Venezuela Rómulo Betancourt, el 24 de junio de 1960, en que éste sufrió
lesiones, la Organización de Estados Americanos condenó a la República
Dominicana y todos los países miembros rompieron relaciones diplomáticas
con la nación caribeña. De repente, el viejo caudillo se convertía en
un paria. Fue en ese momento, se cree, que el gobierno de Estados Unidos
dio el visto bueno para su eliminación física. Aunque el grado de
participación de la C.I.A. en el magnicidio está en discusión, parece no
haber dudas de que la agencia de espionaje norteamericana suministró
las armas que usarían los conspiradores.
De fronteras adentro, el brutal asesinato de las tres hermanas
Mirabal en noviembre de 1960 fue el crimen que despertó la conciencia
de muchos y puso en marcha el complot que habría de terminar meses
después con la vida del déspota. Aunque los comprometidos en llevar a cabo el atentado eran nueve hombres, el hecho de que este ocurriera un martes (y no un miércoles, que era el día de la semana en que habitualmente Trujillo iba a pasar la noche en su hacienda) hizo que dos de ellos no pudieran participar. Los demás ejecutores — Antonio de la Maza, Antonio Imbert Barrera, Salvador Estrella Sadhalá, Amado García Guerrero, Pedro Livio Cedeño, Huáscar Tejeda Pimentel y Roberto Pastoriza Neret— divididos en tres autos, persiguieron e interceptaron el auto de Trujillo, al que de inmediato le hicieron blanco de varios disparos.
Rafael Trujillo junto al presidente haitiano Paul Magloire, en 1951. (Wikimedia Commons)
Es curioso que el auto de Trujillo no fuera blindado y que él mismo hubiera suspendido semanas antes la vigilancia que siempre había en las carreteras por donde viajaba, así como llama la atención que, en contra de la opinión de su chofer, el capitán Zacarías de la Cruz, el dictador insistiera en detener el vehículo y bajarse de él para enfrentar a sus agresores. Aunque en el automóvil había varias ametralladoras, con una de las cuales de la Cruz intentó proteger a su jefe, la temeraria decisión de Trujillo, que se encontraba herido, puede calificarse de suicida. Finalmente, de la Cruz, que también había resultado herido en la refriega, logró escabullirse entre unos matorrales cercanos, en tanto Trujillo quedaba a merced de sus enemigos. Ya debía estar muerto cuando Antonio de la Maza le disparó un tiro de gracia al tiempo que decía “este guaraguao [una especie de buitre] no come más pollos”.
Desafortunadamente para ellos, los conspiradores no supieron aprovechar la ocasión para tomar el poder, tal como habían planeado con otros implicados, y casi todos —menos Imbert Barreras que aún vive— terminaron siendo víctimas de la feroz ola represiva que desataron los herederos de Trujillo. El régimen, sin embargo, no sobrevivió a la ausencia del líder y terminó desmoronándose seis meses después.
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